Desde mis prácticas como estudiante en el Consultorio Jurídico de la Universidad
Santo Tomás, realizadas por allá en 1979, nunca he tenido al otro lado del
escritorio un conductor o un peatón que haya aceptado haber cometido alguna
falta cuando me ha expuesto los hechos por los cuales se encuentra vinculado a
una investigación criminal por lesiones u homicidio culposo causado en accidente
de tránsito o es la víctima o damnificado.
Me ha resultado muy curioso observar que el alto número de conductores que he
entrevistado siempre atribuyen la responsabilidad de lo ocurrido a otro conductor,
al peatón, a las características de la vía o del lugar, en fin, a lo que generalmente
denominamos caso fortuito, culpa de la víctima o de un tercero o, causa extraña.
Seguramente influidos por la condición contractual impuesta por el asegurador en
la póliza, según la cual se proscribe aceptar cualquier tipo de responsabilidad.
Aún luego de analizar objetivamente los hechos expuestos y cuestionando al
conductor asegurado sobre una eventual conducta que se pudiere llegar a
enmarcar como un generador de culpa, generalmente el conductor se aferra a su
creencia de ausencia de culpa, como si hubiese olvidado la necesidad de narrar la
verdad de los hechos o como si se rehusase inconscientemente a aceptar que
puede ser responsable como consecuencia de su comportamiento. Se plantea
aquí un paradigma: Si acepta responsabilidad incumple el contrato de seguro en
el cual el riesgo trasladado al asegurador es, precisamente, el perjuicio patrimonial
que sufra como consecuencia de esa responsabilidad. He aquí una situación que
puede generar (nunca justificar) el comportamiento que se analiza.
En no pocas ocasiones, tuve que cuestionar al asegurado haciéndole notar que su
comportamiento violaba una norma de tránsito, siendo frecuente aquel conductor
que transitaba a mas de 35 kilómetros por hora en sector urbano; o aquel
motociclista que se movilizaba por el carril izquierdo; o aquel que adelantaba pese
a la doble línea amarilla que se lo prohibía; o aquel que no se detuvo en la
intersección donde una señal de pare se lo ordenaba; en fin, conductores que o
bien desconocía flagrantemente la norma o bien conociéndola insistían en no
estarla violando.
De otra parte, también resulta curioso que existan señales que en manera alguna
son observadas o tenidas en cuenta por la mayoría de los conductores, en la
medida que acatarlas resulta altamente peligroso para su seguridad, la de sus
acompañantes o pasajeros y la de su vehículo. Baste observar que en sectores
de avenidas de alta circulación, en las cuales se permite generalmente una
velocidad de hasta 60 kilómetros por hora, de pronto se reduce intempestivamente
a 40 o 30 kilómetros horarios; en otros casos se pretende que el tráfico de la
avenida principal ceda el paso a la calzada que ingresa a la misma, siendo
frecuentes las detenciones de los automotores en las calzadas de ingreso a una
principal, pese a existir carril propio.
Siempre me ha resultado casi exótico apreciar que los colombianos no
respetamos algunas señales que podrían ser calificadas como invisibles, dado la
poca, por no decir nula, señalización que imparten a sus destinatarios. Tal es el
caso de la señal reglamentaria de “pare”, también llamada escuadra, alto o stop,
dependiendo de la zona del país donde se señale. Invito a observar durante algún
tiempo una intersección con la citada señal para que se establezca, sin mayor
esfuerzo, el altísimo porcentaje de conductores que no la respetan. Ocurre, sin
embargo que casi todos ellos consideran haber respetado el pare, pues existe la
creencia que la señal reglamentaria no ordena detener completamente la marcha;
el lenguaje del común informa que la señal es para disminuir la marcha, pues que
sentido tiene parar si no hay evidencia de que algún vehículo ponga en peligro la
maniobra. Es la típico costumbre contra ley que en manera alguna puede ser
fuente de derecho y menos en materias de restricción al derecho constitucional de
la locomoción.
Igual ocurre con las señales que indican los límites de velocidad, tanto en
carretera como en sectores urbanos; en no pocos casos respetar la señal de límite
de velocidad resulta temerario y pone en riesgo la seguridad debido al exceso de
velocidad de la mayoría de automovilistas que lo rebasan, llegando inclusive a
agredir a quien respeta la velocidad.
Cuando se examinan las estadísticas sobre accidentalidad, las cifras también son
sorprendentes: 16.365 lesionados; 443 muertos y 15.776 colisiones simples, y
total de 28.412 accidentes. Ello indica que en sólo Bogotá ocurre un promedio de
casi 78 accidentes diarios; mas de un muerto diario y un poco mas de 43
lesionados.
Del total de accidentes ocurridos en 2004, 13.224 corresponden a vehículos de
servicio público, de los cuales corresponde 145 a muertos y 7.139 a lesiones
personales, de forma que el 30.55% de homicidios, el 43.62% de lesiones y el
46.54% del total de accidentes involucran al servicio público, que tan solo es el 2%
del parque automotor capitalino.
Frente a semejantes cifras mi muestra es irrisoria, pero no por ello menos válida.
De acuerdo con la Secretaría de Tránsito y Transportes de Bogotá, entre el
primero de enero y el 31 de agosto de 2005 se registraron 11.279 personas
lesionadas, 351 muertos y 23.590 accidentes, cifras que representan un
mejoramiento en la accidentalidad del 17% ponderado, atribuyendo las principales
causas a “impericia en el manejo, distracción, exceso de velocidad, mantener la
distancia y desobedecer las señales de tránsito” en lo que respecta a los
conductores y motociclistas; para los ciclistas las causas principales que se les
atribuye son “transitar distancia de la orilla, entre los buses y en contravía,
transportar otra persona o cosas”; y para los peatones se señala “cruzar sin
observar, transitar entre los vehículos y salir por delante de un vehículo”.
De las anteriores categorías la primera, es decir los conductores y motociclistas,
goza de un seguro obligatorio que, en alguna manera, alivia la carga económica
de las víctimas, de sus herederos, del sector salud y, en general , de los
involucrados. Así mismo, el servicio público debe contar obligatoriamente con un
seguro de responsabilidad civil fijado en salarios mínimos mensuales legales
vigentes que puede contribuir a asumir el costo económico de esta accidentalidad.
A su turno el servicio particular tiene la opción de contratar la cobertura de
responsabilidad civil extracontractual, alternativa que toma un buen porcentaje del
parque rodante.
Es por la concurrencia de los dos temas que no puedo dejar de preguntarme qué
papel juega en materia de responsabilidad social el sector asegurador del ramo de
automóviles y cómo el grueso de los propietarios de vehículos particulares
estamos subsidiando la irresponsabilidad de los agresores estradales.
Comenzaré por analizar primero el segundo tema que permite concluir mas
brevemente dejando par el final el otro tema; ese si mas denso y difícil.
El esquema técnico del seguro de automóviles esta montado sobre un estimativo
tarifario que no involucra diferencias de riesgo subjetivo moral, es decir aquel que
tiene en cuenta las calidades y cualidades del asegurado que, en el caso de autos
no es otro que el propietario y/o conductor, salvo un atractivo descuento anual
equivalente al 10% del valor de la prima por cada anualidad sin reclamos, con un
tope máximo del 50%; lo cual, de entrada, ya nos lleva a formular un
cuestionamiento elemental: El mayor porcentaje del parque automotor no tiene
siniestro, de forma que tiene derecho al descuento, razón por la cual la realidad
del cobro de la prima es que se hace por debajo el coste inicialmente calculado; a
no ser que fuera al contrario, circunstancia mas grave, pues conduce a afirmar que
el tomador está pagando un precio por la prima pura de riesgo por encima del real,
pues de no ser así, sencillamente el verdadero valor corresponde al precio de la
prima previo el descuento por no reclamación.
Es suficiente con observar que frente a la reclamación se pierde el descuento,
pero en manera alguna se incrementa el precio de la prima, lo cual se traduce en
que a mayor riesgo igual precio, proposición absurda en materia asegurativa. Lo
lógico sería que además de perder el descuento el precio de la prima se
incrementara en proporción no solo al número de reclamaciones sino que también
debería estar ligado al número y clase de comparendos que le fueran impuestos,
así no hubiesen generado siniestro y, por lo mismo, reclamación. Es que la
conducción violando las normas de tránsito permite concluir que el asegurado
constituye un mayor riesgo, razón por la cual debe asumir un mayor valor de la
prima, que deberá aliviar a quienes ofrecen un riesgo razonablemente menor por
tener un comportamiento apropiado en las vías públicas, convirtiéndose así el
precio del seguro en un catalizador que contribuya a mejorar no solo la
siniestralidad sino el comportamiento vial.
Evidentemente contribuye a la irresponsabilidad saber que mi comportamiento
violatorio de normas de tránsito para nada incrementa el valor del seguro y que
pago lo mismo o menos que otro conductor de comportamiento ejemplar quien,
puede llegar incluso a perder su descuento si sufre una colisión de la cual no es
responsable pero que lo llevó a reclamar su indemnización por daños a su propio
asegurador.
Ahora bien, agravando lo anterior, desde hace unos años hizo carrera en
Colombia el conocido anexo de “amparo patrimonial”, diseñado inicialmente con
miras a proteger el patrimonio de las empresas que se veían expuestas frente a
los accidentes en los cuales el conductor dependiente hubiere violado un pare,
transitara en contravía o condujera embriagado, circunstancias otrora excluidas de
cobertura. Pero las características del mercado fueron “degenerando” la cobertura
al paso que actualmente se brinda indistintamente a toda persona, entrando en
zona oscura por no constituir riesgo asegurable la culpa grave, al tenor de lo
dispuesto por el artículo 1055 del código de comercio, restricción que se ha
mantenido incólume aún después de la ley 45 de 1990 que introdujo profundas
modificaciones al seguro de responsabilidad civil permitiendo el aseguramiento de
la culpa grave y dando a la víctima la calidad de beneficiario del seguro, de forma
que le legitimó en la causa activa consagrando en su favor una acción directa
contra el asegurador.
Obviamente que la función de este seguro es reparativa, pero también debe ser
preventiva y así se señaló en la exposición de motivos para obtener la aprobación
del artículo 87 de la ley 45 de 1990 mediante la cual se introdujeron dichas
modificaciones. Una buena forma de que cumpla la función preventiva es
trasladando el verdadero costo del seguro al asegurado que represente un riesgo
mayor, deducido de su comportamiento estradal sancionado mediante la
imposición de comparendos.
Analizado como quedó este aspecto, debemos asumir el otro que cuestiona el
papel del sector asegurador en la función social que le corresponde por mandato
constitucional, según se expresa en el artículo 333 de la C. P.
Ya hemos expresado que al seguro de responsabilidad civil le corresponde una
función reparativa y otra preventiva; estas funciones deben ser concurrentes para
que se cumpla la función social de la empresa aseguradora. La primea de ellas se
materializa mediante el pago de la indemnización integral que corresponda. La
segunda, en parte, mediante el cobro del verdadero valor de la prima pura de
riesgo como ya se esbozó, y adicionalmente mediante una clara política de
atención del reclamo y con la imposición de deducibles, necesarios para que el
asegurado soporte parte del riesgo y no se despreocupe de conducta por saber
que su patrimonio no podrá ser afectado con su irresponsabilidad o la de sus
dependientes e, incluso, pensando en reformar el artículo 1099 del código de
comercio para permitir que el asegurador se subrogue contra el responsable del
siniestro, en los casos allí prohibidos.
La función reparativa dista mucho de cumplirse a cabalidad, en la medida que la
reparación debe cumplir dos objetivos concurrentes a saber: la oportunidad y la
integralidad. Para que se pueda afirmar que hubo reparación desde el punto de
vista de una función social, esta debe ser no solo integral, sino oportuna. De nada
sirve una sentencia multimillonaria si el monto de la indemnización no se recibe
oportunamente. Este es el elemento mayormente explotado por las aseguradoras:
Una decisión sobre responsabilidad civil extracontractual derivada de un daño
causado en accidente de tránsito puede durar varios años, así que en la medida
que existe incertidumbre sobre la declaratoria de responsabilidad, consecuencia
de no haberse proferido un fallo definitivo, se induce a las víctimas o a los
damnificados a aceptar arreglos directos, transacciones o conciliaciones
económicamente muy lejanas de constituir una verdadera reparación.
El asegurador hace uso de su posición fuerte (por no llamarla dominante) en la
negociación, como quiera que es el especialista y adicionalmente dispone del
recurso dinerario en efectivo, logrando acuerdos irrisorios en los que prima el
factor económico dejando de lado la función social que le exige la constitución y la
ley, con el pueril argumento que la responsabilidad no ha sido declarada
judicialmente. Bajo estas premisas, logra acuerdos transaccionales lesivos para la
víctima que en manera alguna son reparadores y sí se convierten en fuente de
irresponsabilidad. Ello es asó por la sencilla razón que el asegurador toma bajo su
responsabilidad el ciento por ciento de la situación, a pesar de no estar
respondiendo en la misma proporción, pues generalmente lo hace sólo por una
parte que, generalmente, en el transporte público es mínima.
Las sumas aseguradas para lesiones o muerte en los últimos años han
aumentado considerablemente, al paso que hoy se encuentran con relativa
facilidad en el mercado sumas aseguradas que oscilan entre los 50 y los 300
millones de pesos, al paso que en el servicio público los límites tan solo llegan a
los 60 salarios mínimos mensuales legales vigentes, es decir no alcanzan los $25
millones. Todas ellas no parecen ser suficientes ante la gravedad de los perjuicios
que la actividad automovilística causa a las personas. Confirma lo anterior que las
condenas ya llegan a sumas cercanas a los 1.000 millones de pesos, como en el
conocido caso Clopatpsky y todo indica que deberán continuar subiendo para que
se ajusten a lo establecido en materia de resarcimiento del daño. Los jueces van
ampliando su concepción de la necesidad de reparar el daño moral y ya hacen uso
de su discrecionalidad al aplicar el artículo 97 de ley 599/00.
Estas simples comparaciones ponen de presente una gran diferencia entre los
límites de cobertura y los montos a los que asciende una reparación integral.
Entonces, no se entiende cómo el asegurador toma para sí la totalidad de la
situación, de una parte, haciendo de lado al asegurado y, de otra, forzando a la
víctima a negociar, para lograr, en ambos casos, un arreglo directo, generalmente,
lesivo de la función reparadora de este seguro y de la función social de la
empresa.
La anterior situación se agrava al asumir la defensa del proceso penal por cuenta
de la cobertura de asistencia que en casi la totalidad del mercado induce al
asegurado a designar como su apoderado en el proceso penal al abogado
recomendado (por no decir impuesto) por el asegurador, quien debe desempeñar
su labor en una zona bastante gris en la cual debe tratar de conciliar los intereses
personales del asegurado con los contractuales del asegurador.
Obviamente, en caso de sentencia condenatoria el asegurador sólo responderá
hasta por el monto de la suma asegurada, situación que plantea un dilema
bastante fácil de resolver: Se presiona una excelente negociación o se espera a la
sentencia. Una y otra favorecen ampliamente al asegurador, pero perjudican
notablemente no solo a la víctima sino al asegurado mismo, pues a mayor lapso
entre el siniestro y la sentencia mayor plazo a favor del asegurado para obtener
rentabilidad de la suma asegurada, a sabiendas que las condenas nunca podrá
superarla, al paso que para el asegurado puede llevar a que comprometa buena
parte de su patrimonio al exceder la condena a la suma asegurada, y para la
víctima perdiendo la oportunidad en el resarcimiento del daño.
La situación varía sustancialmente en vigencia de la Ley 906/04 en la medida que
al no existir la parte civil y no poderse vincular al asegurador a este tipo de
proceso, quedan dos alternativas a la víctima: esperar las resultas del agestión de
la Fiscalía General de la Nación quien está obligada a solicitar al juez de
conocimiento las medidas necesarias para garantizar el restablecimiento del
derecho y la reparación integral de las víctimas, conforme lo ordena el artículo 114
de la citada legislación, para que una vez se profiera fallo condenatorio contra el
agresor se proceda al incidente para la liquidación del perjuicio, liquidación que en
manera alguna podrá oponer al asegurador, salvo presentarla como soporte de la
reclamación para quedar a la espera de su decisión, la que deberá producirse en
los términos del artículo 1080 de la codificación mercantil. El otro camino es
instaurar la acción ordinaria, previa citación a audiencia conciliatoria para agotar el
requisito de procedibilidad, camino casi obligado en los casos en los cuales deba
buscarse la responsabilidad derivada del hecho ajeno
El nuevo esquema forzará aún más a las víctimas a tener que aceptar
negociaciones que, como ya se advirtió, en nada le favorecen por distar mucho de
constituir una reparación integral a la cual tienen derecho.
Es en la forma como se maneja la negociación donde se pierde la función, tanto
del seguro mismo, como de la empresa aseguradora. En este campo las
aseguradoras no mantienen criterio que les permita garantizar que van a cumplir
dichas funciones. Es urgente adoptar un sistema que garantice (i) que el seguro
de responsabilidad civil cumpla con su función de reparar el daño que el
asegurado cause en ejercicio de la actividad automovilística y (ii) que el mercado
asegurador cumpla con su función social. España adoptó el sistema de baremos,
que cumplió parcialmente este objetivo, pero al ser adoptado como legislación
permanente para aplicación de los jueces se perdió su finalidad; pero, en todo
caso, puede ser un buen comienzo para que, al menos en principio, se proscriba
la negociación entre el asegurador y la víctima, dejando de lado al asegurado;
claro está sin pensar siquiera que se adopte como criterio judicial.